26.3.08

Cahit Tomruk, intentando ser un hombre nuevo

Abandoné Istanbul en autobús. Ese viaje poco sentido tenía si lo hacía solo. Mis raíces no me interesaban, no me importaban ya. Quería mirar hacia adelante y sólo la veía a ella. Mi pasado borrado, mi presente borroso y el futuro ya no prometía nada.

Me costó salir de la duda y justificarme (y justificarla, a ella) planteando posibles imprevistos con la niña o habiéndose cruzado con su marido por la escalera...o qué se yo. Sé que Sibel no me abandonaría, porque sé que me esperaba y me sigue esperando. Lo sé, y no me voy a derrumbar. Soy un hombre nuevo.

La esperaré tomando algo en el bar de la estación, vendrá, sé que lo hará. La esperaré lo que haga falta, así como ella lo ha hecho conmigo. Vendrá a por mí y volveremos juntos a Hamburgo. Sabe que siempre salgo corriendo...y luego regreso, al fin y al cabo ¿soy un enfermo mental, o no?

Vi en sus ojos, cuando mirábamos juntos por la ventana del Hotel Londres, como su mirada miraba a ese horizonte con ganas, queriendo irse de allí.

El autobús ya ha llegado a su destino. Sólo me queda esperar, no quiero conocer ni quiero saber quiénes son los Tomruk, sólo quiero a Sibel.

- Un vaso de agua, por favor.

- Usted no es de aquí. Estando de visita en Turquía, tiene que probar algo mejor, yo le invito a probar el Raki, Sibel hija, sírvele al forastero un trago de Raki.




Es preciosa. Tiene esa mirada confundida e ingenua de la Sibel que conocí en la sala de espera. Yo ya conocía el sabor del Raki, el de Turquía y el de Sibel. Nada es ya nuevo para mí, sé que todo esto es lo que quiero.
Tomo una servilleta de la mesa, en el dorso leo: Bar Tomruk.

Un viejo grita palabras ininteligibles para mí (supongo que es turco), al hombre de la barra y a su hija. Le ingoran, intuyo que es el abuelo. Todo mi pasado vuelve a mi mente en un segundo y siento esas ganas que Sibel despertó en mí para conocer mi pasado. Quiero conocer...a esa familia.
Le pido a Sibel, la hija, que me sirva por favor más Raki. Me lanza una mirada, se la devuelvo. El abuelo, desde la otra punta del bar grita a la chica, ella acude a su llamada. Le da una bofetada y ella aguanta de pie.

Desde la barra escucho:
- Lo siento señor, no podemos servirle nada más. Tendrá que irse, siento las molestias.
Sin apartar los ojos del pequeño vaso con líquido blanco susurro, bajo pero firme:
-Bastardos. Me avergüenzo de tener vuestro mismo apellido. No sé ni qué hago aquí.

Empiezo a entenderlo todo. Sibel no va a venir. Alguien me habla por detrás, estoy absorto, sé qué me espera ahora: cuatro bofetadas de turco ofendido. Me giro sin pensar y me adelanto a su puño. Me cuelo en la barra y bebo todo lo que encuentro. Grito el nombre de Sibel varias veces y me hacen callar los golpes de los clientes del bar.

23.3.08

Sibel

Cahit se marchaba. Antes lo había hecho yo. Mi hija juega en el salón con la voz de su padre. Deshago la maleta, la que había llenado presurosa. Sólo una imagen suya que añoraba me venía a la mente.




Abro el grifo de la bañera. No quiero que mi hija vea a su madre sumergida en sangre. Coloco la muñeca junto al desague. Escondo la cuchilla donde no puedan encontrarla. De nuevo esa misma sensación, ese calor que sale de mi cuerpo. Llegan inocentes risas desde el salón.

Me veo avanzar por el psiquiátrico, por un pasillo de un blanco tenebroso. Voy dejando una estela, apenas un hilillo de color rojo, tras mi paso, arrastrándome por el suelo. Me detengo.
Cierro los ojos.

Alguien me sujeta por el brazo. No le veo la cara. Le veo alejarse. Un trozo de tela se anuda en mi muñeca. Intento seguirlo. Ahora el suelo está sembrado de hombres, tumbados unos junto a otros. Me arrastro por encima de ellos, no tengo fuerza para ponerme de pie.

Sobrepaso al último de los hombres. Mi herida se ha curado. La tela ya no aprieta mi piel. El que me ayudo, reconozco a Cahit, bebe sentado a una mesa. Me mira, aunque no me dice nada. Se sirve otra vez en el vaso y bebe. El pasillo se acaba a sus espaldas. Sigo arrástrándome, ahora absorviendo con la nariz una hilera blanca de polvo. Tengo fuerzas para levantarme, pero ahora no quiero hacerlo. Cahit sigue bebiendo, me mira absorto avanzar. El último de los hombres sobre el que cruce, me persigue. Cahit se sirve el último trago. Se levanta. Avanza hacia mí, pero pasa de largo. Hunde la botella sobre la cabeza del último hombre que me perseguía.


Las calles de Estambul están repletas de gente a todas horas. Los vendedores ofrecen sus telas de colores a gritos, pugnando por realizar la mejor oferta. Intento salir de allí. Tengo que deslizarme entre miles de personas que avanzan en dirección contraria a la mía. Escapo de forma desesperada.

Llevo ya tres días vagando por la ciudad. No quiero que mi hermana me encuentre: ha pasado demasiado tiempo trabajando para encontrar a alguien. Sé que sabrá cuidar de mi hija como una madre, y de la voz de mi novio como una casada. Podrá dejar de decir en cada reunión familiar que es turca y soltera, pero que es gerente de uno de los grandes hoteles de Estambul.


Busco algo. Sé que cuando lo vea sabré que es. Una calle vacía y sin color llama mi atención. Es distinto a todo lo que he visto durante estos tres días. Un hombre avanza por ella con dos maletas en la mano. Podría ser Cahit, quizá siga instalado en el Grand Hotel de Londres, quizá todavía no había vuelto a su pueblo natal. Comienzo a subir las escaleras. Grito su nombre, pero no se da la vuelta. Sólo veo su espalda.


En el Grand Hotel de Londres me encontré con un sobre con dinero a mi nombre (Sibel Kekilli): lo justo para poder pagarme un taxi hasta la estación y poder coger después un autobús. Eso es lo que ponía en el encabezamiento de la carta, la que yo había mandado a Cahit en la cárcel, en la que yo le prometía que le esperaba. No lo dude. Comenzaba la búsqueda. Cientos de imágenes y momentos vividos con él se agolpaban en mi mente y me empujaban a encontrarlo.




No sabía por dónde comenzar a buscarlo. No sabía si tenía padres, ni si seguían viviendo allí. Sólo sabía que era su lugar de origen y que éste no era tampoco demasiado grande. Él había logrado buscarme en Estambul al salir de la cárcel, si bien es cierto que conocía a mi hermana y yo sólo sé de la suya que vive en Alemania.

Vagué de nuevo durante tres días. Sólo podía apelar a la casualidad. ¿Cuánto tiempo debería permanecer quieta en una misma calle para que él cruzara por ella? ¿Había opciones de que nunca lo hiciera? Sí, hay calles que, aunque estén a apenas tres de la nuestra, nunca pisamos. Aún así, decidí probar.




El cuarto día lo malgasté así: mirando a izquierda y derecha desde el mismo lugar. Al llegar la noche decidí buscar por los bares de copas. Seguro que estaba en alguno, sentado en la barra, haciendo girar su moneda, acompañado de una botella que vuelca continuamente sobre su vaso. Entré en uno, el más oscuro y sucio de todos. Me senté en una mesa desde la que veía la barra. Lo vi entrar, tambaleándose, borracho. Tenía la cara hinchada, amoratada. Le observé sentarse con dificultad en un taburete.

No me dio tiempo a levantarme cuando el camarero salió de la barra y, a empujones lo sacó del bar. Tirado sobre el suelo aún le dio dos patadas en el estomago. Cuando salí, unos segundos después de que el camarero volviera a entrar, sólo la sangre fresca quedaba de Cahit en la acera. El había llegado hasta un coche del que intentaba abrir la puerta con un pequeño alambre. Yo me quedé observándolo. Enseguida abrió la puerta y entró. Poco después lo puso en marcha. Yo le gritaba, movía mis manos, para que me viera y podría recogerme al pasar. Pero no lo hizo. Pasó a toda velocidad delante de mí, sin dirección concreta.






Observé como su coche se estrellaba Contra la pared.